martes, 26 de febrero de 2008

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La terminal
Sergio Pérez Portilla

La hora que marcaba el boleto se acercaba, y los nervios hicieron que las manos le sudaran. Gente entraba y salía por los andenes; las televisiones eran vistas por los adormilados y los más despiertos volteaban y hablaban y volvían a voltear. Apenas salía el sol, y el reloj de dígitos rojos marcaba las 6:45. Ella esperaba junto a un pasillo desde el que se veía a la calle, y desde él vio a un joven que bajaba de un taxi y volteaba hacia adelante, donde se detenía un segundo carro de alquiler y bajaba una joven, delgada y alta. Ambos sonreían y se saludaron con un beso corto. Volteó a la fila de las taquillas y vio a una señora que, supuso por la distancia, preguntaba por un destino que no estaba en los letreros de avisos; en otra, un anciano guardaba una credencial y unas monedas; una tercera estaba fuera de servicio, y en otra los jóvenes recién llegados adquirían sus boletos.
Faltaban diez minutos para las siete, y escuchó el aviso de su autobús. Tomó su maleta, de esas que tienen unas pequeñas ruedas y que sirven para el interior de la terminal porque tienen amplias superficies, pero son un verdadero estorbo para caminar, y se dirigió al acceso que llevaba a los andenes.
Ella se fue, pero quedaron cientos más viendo, escuchando, volteando, y esperando por su autobús.

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