lunes, 4 de febrero de 2008

Artículo

Este artículo fue publicado en la página Concilio, del SAX, en el Diario de Xalapa, el domingo 3 de febrero.

Candelas y cenizas
Sergio Pérez Portilla

El hombre es un ser que por su misma constitución se relaciona: con sus congéneres, con el mundo que habita y con Dios. Con cada uno de ellos actúa de manera propia, pero con todos dialoga: tiene un diálogo fraterno con los que son como él; un diálogo señorial con el mundo en el que vive y al que debe cuidado, y un diálogo filial con el que le ha dado vida. Este último diálogo lo hace desde la certeza de la fe, certeza que a su vez lo hace celebrar. Esta celebración es la liturgia.
Dentro de la liturgia cristiana vemos que se ha celebrado ya la fiesta de la Presentación del Señor –2 de febrero–, llamada tradicionalmente también fiesta de la Candelaria, y también notamos que se está a poco de comenzar el tiempo cuaresmal. Éste da inicio con el Miércoles de ceniza. La presentación del Señor, en cuanto fiesta de las candelas –o luces, velas–, recuerda e invita a vivir el momento en el que Jesús de Nazaret, a los 40 días de nacido, fue llevado al Templo, y ahí un anciano de nombre Simeón habló de él llamándolo “luz que ilumina a los pueblos” (Lc 29-32). El totalmente Otro engendró en la eternidad, como expresión de su pensamiento, su Verbo, y ese Verbo se encarnó, renovando, descubriendo e incluso rehaciendo el diálogo filial. Por eso ilumina a todos los pueblos, a todos los hombres, pues todo logos ilumina a quien lo escucha, y este logos encarnado no ha sido la excepción. Por extensión, el hombre responde con su logos propio al hombre mismo y a su mundo, haciéndose a la vez luz entre los hombres y luz para el mundo. Tal es el camino y la misión de todos los que han escuchado el logos divino: transmitirlo y ser luces junto con la Luz.
En nuestros pueblos la fiesta de la presentación adquiere los matices de la que lo ha presentado, por eso se celebra a la Virgen de la Candelaria. En Tlacotalpan, por ejemplo, están de verdadera fiesta, una gran fiesta.
De la misma forma estamos a unos días de iniciar la Cuaresma, la vía que lleva a la Pascua, siendo ésta la fiesta que dirige la fe cristiana. El tiempo cuaresmal da inicio con el Miércoles de ceniza, ese miércoles en el que se puede ver al pueblo católico haciendo a veces largas filas para dejarse im-poner en la frente o en la coronilla una cruz de ceniza, como recuerdo de su vida frágil pero no pobre, limitada pero no inútil, peregrina pero no sin sentido, con los pies aquí y ahora pero con los ojos abiertos al mañana y al allá. Esa es la vida del hombre, esa es la vida que se le recuerda. No se le condena, no se le pide que sufra, no se le recrimina. Se le pide que se levante de sus caídas, que se ponga de nuevo en camino, que ponga todo su empeño y toda su confianza en su andar. Uno de los hechos que fundan la Cuaresma son los 40 días de Jesús en el desierto, lugar donde permaneció en la aparente soledad, pues en realidad mantuvo un diálogo consigo mismo y con Dios; lugar donde fue tentado –como todos los hombres– con el poder fácil, con la riqueza rápida, con la vanagloria. Rechazada toda tentación da comienzo a su ministerio público. Es, pues, un tiempo de interiorización, de diálogo con nosotros mismos que nos encamina al diálogo filial y nos indica el diálogo fraterno.
Entre las candelas y las cenizas nos encontramos, entre las velas de los que acompañan al niño al Templo, o entre las caras reflexivas que acompañan al hombre al desierto. Entre candelas y cenizas, pero siempre con la apertura al diálogo, el diálogo que hace que no enloquezcamos, que no nos en-ajenemos, sino que nos conozcamos y complementemos.

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