Tiempo después
Sergio Pérez Portilla
Cerca de la barda está el olmo donde descansaba y me refugiaba en los días de sol. Ahí conseguí mis primeros besos de adolescente, y ahí planeé las mejores travesuras que recuerdo. Allá, colina abajo, sigue el arroyo como antaño, corriendo veloz y serpenteando entre guijarros y troncos húmedos.
Los años pasan, el cielo se reviste de blanco, de gris, incluso se desnuda en el estío. Los montes permanecen en el mismo lugar. La vieja calle se ve remozada por la pintura y por las casas que se vuelven tiendas y las tiendas que se vuelven casas, se ve remozada por los cambios.
Conozco a los papás, no a los hijos, que van caminando. Los tengo en mi mente cuando ambos éramos niños y caminábamos con nuestros padres.
Me detengo y bajo del auto. Contemplo, volteo, sigo serio. Cruzo los brazos y me recargo en la portezuela. He vuelto al pueblo que me vio crecer.
Sergio Pérez Portilla
Cerca de la barda está el olmo donde descansaba y me refugiaba en los días de sol. Ahí conseguí mis primeros besos de adolescente, y ahí planeé las mejores travesuras que recuerdo. Allá, colina abajo, sigue el arroyo como antaño, corriendo veloz y serpenteando entre guijarros y troncos húmedos.
Los años pasan, el cielo se reviste de blanco, de gris, incluso se desnuda en el estío. Los montes permanecen en el mismo lugar. La vieja calle se ve remozada por la pintura y por las casas que se vuelven tiendas y las tiendas que se vuelven casas, se ve remozada por los cambios.
Conozco a los papás, no a los hijos, que van caminando. Los tengo en mi mente cuando ambos éramos niños y caminábamos con nuestros padres.
Me detengo y bajo del auto. Contemplo, volteo, sigo serio. Cruzo los brazos y me recargo en la portezuela. He vuelto al pueblo que me vio crecer.
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