Después
Sergio Pérez Portilla
La calidez de la playa a la hora de las estrellas inundaba la choza de la mujer que, sentada en una hamaca, cantaba con las olas. La brisa salada y fresca acariciaba su rostro, su pelo negro y largo, y recorría su cuerpo con delicadeza, sin prisa, firme, firmísima. La luz de la media vela sobre la mesa no era suficiente para toda la habitación, pero tampoco necesaria, así que no se preocupaba por ella.
Su canción era lenta, y su voz dulce la hacía parecer como ave lejana. Sus ojos estaban cerrados, pero ni dormía ni intentaba hacerlo, sólo quería cantar y estar disfrutando de la noche. Una estrella fugaz se reflejó en el oscuro mar, pero ella no la vio, aunque, como si lo hubiera hecho, sonrió y continuó con su melodía.
Quien hubiera pasado por ahí, habría jurado que era el canto arcano de las sirenas, sirenas que aprovechando la tranquilidad de esa noche habrían salido a cantar, a jugar, a ver. Así pasaron 20 minutos, y cuando la vela se consumió, ella abrió los ojos. Calló. Se levantó pausadamente y se dirigió sobre la arena a la orilla del mar, con paso decidido. Abría más los ojos, como si quisiera hacer suya cada cosa que había alrededor. Se detuvo unas cuantos metros antes de llegar, se agachó y estiró la mano, y a tientas buscaba algo, pero seguía volteando al reflejo de la luna. Lo encontró. Se trataba de un tronco delgado, pequeño, con forma de bastón. Lo tomó en su mano, sin voltear nunca, y comenzó el regreso.
Junto al lugar donde estaba el bastón, había una especie de duna. Desde ahí se podía escuchar la tierra, oler el mar, sentir el tiempo. Desde ahí, también, se pudo ver a la mujer de la voz dulce regresar a su choza, entrar a la misma, y encender una nueva vela.
Se escuchó su nombre, se intuyó su corazón. Después, un abrazo. Después, un hasta mañana.
Sergio Pérez Portilla
La calidez de la playa a la hora de las estrellas inundaba la choza de la mujer que, sentada en una hamaca, cantaba con las olas. La brisa salada y fresca acariciaba su rostro, su pelo negro y largo, y recorría su cuerpo con delicadeza, sin prisa, firme, firmísima. La luz de la media vela sobre la mesa no era suficiente para toda la habitación, pero tampoco necesaria, así que no se preocupaba por ella.
Su canción era lenta, y su voz dulce la hacía parecer como ave lejana. Sus ojos estaban cerrados, pero ni dormía ni intentaba hacerlo, sólo quería cantar y estar disfrutando de la noche. Una estrella fugaz se reflejó en el oscuro mar, pero ella no la vio, aunque, como si lo hubiera hecho, sonrió y continuó con su melodía.
Quien hubiera pasado por ahí, habría jurado que era el canto arcano de las sirenas, sirenas que aprovechando la tranquilidad de esa noche habrían salido a cantar, a jugar, a ver. Así pasaron 20 minutos, y cuando la vela se consumió, ella abrió los ojos. Calló. Se levantó pausadamente y se dirigió sobre la arena a la orilla del mar, con paso decidido. Abría más los ojos, como si quisiera hacer suya cada cosa que había alrededor. Se detuvo unas cuantos metros antes de llegar, se agachó y estiró la mano, y a tientas buscaba algo, pero seguía volteando al reflejo de la luna. Lo encontró. Se trataba de un tronco delgado, pequeño, con forma de bastón. Lo tomó en su mano, sin voltear nunca, y comenzó el regreso.
Junto al lugar donde estaba el bastón, había una especie de duna. Desde ahí se podía escuchar la tierra, oler el mar, sentir el tiempo. Desde ahí, también, se pudo ver a la mujer de la voz dulce regresar a su choza, entrar a la misma, y encender una nueva vela.
Se escuchó su nombre, se intuyó su corazón. Después, un abrazo. Después, un hasta mañana.
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