Espera y llegada
Sergio Pérez Portilla
El cálido olor del café en el fogón llegaba hasta la puerta que golpeaban, y la anciana se levantó tan rápido como sus huesos frágiles le permitieron. Sabía quién era, lo había esperado desde hacía mucho, las heladas y las lluvias llegaban y volvían a irse; las gallinas empollaban una y otra vez y él no venía; el piso de tierra se agrietaba y las paredes de tabla parecían enflacar, pero no había señales del esperado. No había, hasta hoy.
La casa, junto con otras más o menos lejanas, hacía de la sierra un refugio de recuerdos, huerto de sueños, canción de cuna y de mortaja. Las laderas veían al sol naciente, pero le daban la espalda al ámbar rojizo de la puesta.
Ni siquiera volteó a ver la luna, blanca y enorme, que la ventana enmarcaba; ni eso ni los ladridos la distrajeron, tan sólo quería abrir la puerta, y ver a su hijo.
Sergio Pérez Portilla
El cálido olor del café en el fogón llegaba hasta la puerta que golpeaban, y la anciana se levantó tan rápido como sus huesos frágiles le permitieron. Sabía quién era, lo había esperado desde hacía mucho, las heladas y las lluvias llegaban y volvían a irse; las gallinas empollaban una y otra vez y él no venía; el piso de tierra se agrietaba y las paredes de tabla parecían enflacar, pero no había señales del esperado. No había, hasta hoy.
La casa, junto con otras más o menos lejanas, hacía de la sierra un refugio de recuerdos, huerto de sueños, canción de cuna y de mortaja. Las laderas veían al sol naciente, pero le daban la espalda al ámbar rojizo de la puesta.
Ni siquiera volteó a ver la luna, blanca y enorme, que la ventana enmarcaba; ni eso ni los ladridos la distrajeron, tan sólo quería abrir la puerta, y ver a su hijo.
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