Sergio Pérez Portilla
Oigo el agua que corre nerviosa e impaciente, golpeando rocas y juncos, despertando canciones y trinos. Me acerco a su cauce y escucho sus latidos, la toco y mi mano percibe su fría delicadeza, su algarabía, su novedad eterna. Mis pies descalzos se adentran y tocan la tierra que se levanta feroz y ennegrece el lecho, me quedo estático unos segundos y observo las piedras por las que me es preciso andar. Salto. Soy un hoy.
Oigo las hojas que se golpean unas a otras amainadas y avivadas por el viento del nortesur, el de los pastizales y bosques, el de las aves. Escribo un verso inspirado en la corteza del viejo árbol que rige todo el bosque y que desde lejos vi. Se parece mucho a Su majestad: fuerte, grande, firme. Sigo adelante. Sólo soy un hoy.
Las primeras casas, con sus muchos niños y sus pocas pertenencias, me indican que ha llegado el momento. Debo prepararme para compartir mis sueños y la verdad, pues aunque no muchos me esperan, todos sabían que vendría. Para ellos, siempre fui un mañana, para mí, siempre soy un hoy.
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