El misterio de la Encarnación
Sergio Pérez Portilla
El Verbo de Dios se ha hecho hombre, y de este acontecimiento surge la prueba del amor del Creador por sus criaturas. Legalmente, toda trasgresión a la ley es causa de un castigo, y esto es justicia. Con Dios es diferente. La justicia divina empieza con este presupuesto: Dios, justo juez de vivos y muertos, no da a cada quien lo que merece según un catálogo de penas acordes con una lista de pecados, por el contrario, él da a cada uno lo que necesita.
El hombre que ha trasgredido la ley divina es llamado pecador, pero es justo distinguir dichos términos. Por ley divina entendemos en primer lugar la voluntad eterna del Padre de que seamos verdaderamente felices, atendiendo a nuestra naturaleza, querida y creada por él mismo. En esta naturaleza hay un cierto orden que debe ser respetado para poder ser llamados hombres (y mujeres, por supuesto) y más aún, hijos de Dios. No es exclusivamente una naturaleza biológica, también es psicológica y espiritual. Es decir, no sólo se debe responder al instinto, sino razonar y encauzar aquellos sentimientos que nos rodean y nos llenan, a la vez que decidir por lo que realiza al hombre en su integridad de relación con los demás, con el mundo y con Dios.
Por otra parte está el pecado. Pecado es un término que ha adquirido connotaciones ultraconservadoras. Se prefiere omitir lo más posible la palabra misma para no incomodar a los interlocutores en cualquier foro, so pena de parecer retrógrado, o “mocho”, como se dice en nuestra tierra. Pecar es romper la relación con Dios, con los hermanos y con el mundo en el que se vive. Sin querer ser relativistas, pecar es perder el equilibrio, el orden, con el que empezó toda la creación. Pecado es caos y confusión, ¿suena esto conocido en nuestros días? No podemos ignorar nuestra historia.
Desde lo anterior retomamos nuestro punto de partida. Si el hombre ha pecado sería justo, legalmente, que pagara su culpa. Para Dios, el hombre pecador necesita más de lo que debe, por lo que ha decidido enviar a su hijo para rescatarlo y, de esta manera, mostrar y demostrar su amor.
El Hijo de Dios se ha hecho hombre para ofrecerle al hombre ser hijo de Dios. Este es el misterio de la Encarnación, y misterio no significa que hablemos de algo inalcanzable, sino sólo inabarcable.
Que la paz verdadera, la que únicamente se vive a los pies del niño que se encuentra en el pesebre de Belén, Jesús hijo de María y de José, y a la vez hijo de Dios, inunde las vidas de todos los que a él se acercan para adorarlo.
Sergio Pérez Portilla
El Verbo de Dios se ha hecho hombre, y de este acontecimiento surge la prueba del amor del Creador por sus criaturas. Legalmente, toda trasgresión a la ley es causa de un castigo, y esto es justicia. Con Dios es diferente. La justicia divina empieza con este presupuesto: Dios, justo juez de vivos y muertos, no da a cada quien lo que merece según un catálogo de penas acordes con una lista de pecados, por el contrario, él da a cada uno lo que necesita.
El hombre que ha trasgredido la ley divina es llamado pecador, pero es justo distinguir dichos términos. Por ley divina entendemos en primer lugar la voluntad eterna del Padre de que seamos verdaderamente felices, atendiendo a nuestra naturaleza, querida y creada por él mismo. En esta naturaleza hay un cierto orden que debe ser respetado para poder ser llamados hombres (y mujeres, por supuesto) y más aún, hijos de Dios. No es exclusivamente una naturaleza biológica, también es psicológica y espiritual. Es decir, no sólo se debe responder al instinto, sino razonar y encauzar aquellos sentimientos que nos rodean y nos llenan, a la vez que decidir por lo que realiza al hombre en su integridad de relación con los demás, con el mundo y con Dios.
Por otra parte está el pecado. Pecado es un término que ha adquirido connotaciones ultraconservadoras. Se prefiere omitir lo más posible la palabra misma para no incomodar a los interlocutores en cualquier foro, so pena de parecer retrógrado, o “mocho”, como se dice en nuestra tierra. Pecar es romper la relación con Dios, con los hermanos y con el mundo en el que se vive. Sin querer ser relativistas, pecar es perder el equilibrio, el orden, con el que empezó toda la creación. Pecado es caos y confusión, ¿suena esto conocido en nuestros días? No podemos ignorar nuestra historia.
Desde lo anterior retomamos nuestro punto de partida. Si el hombre ha pecado sería justo, legalmente, que pagara su culpa. Para Dios, el hombre pecador necesita más de lo que debe, por lo que ha decidido enviar a su hijo para rescatarlo y, de esta manera, mostrar y demostrar su amor.
El Hijo de Dios se ha hecho hombre para ofrecerle al hombre ser hijo de Dios. Este es el misterio de la Encarnación, y misterio no significa que hablemos de algo inalcanzable, sino sólo inabarcable.
Que la paz verdadera, la que únicamente se vive a los pies del niño que se encuentra en el pesebre de Belén, Jesús hijo de María y de José, y a la vez hijo de Dios, inunde las vidas de todos los que a él se acercan para adorarlo.
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