Ella, agua del cielo
Sergio Pérez Portilla
Fue la lluvia, con su piel húmeda, cortina del color sin color, perfume de la tierra, de las hojas, quien me abrazó cuando te fuiste tú. Yo te veía y te alcancé mil veces con mi respiración, te tomé del brazo y te atraje a mí con mis ojos, te detuve con un beso en mi mente, pero tú nunca esperaste, nunca dejaste de caminar, nunca siquiera volteaste, y mis manos perdieron valor y fuerza. Sentí algo así como un frío por dentro, muy cerca de mi corazón. Y la lluvia siguió.
No había manera de quitarme de ahí, mis pies se negaban a todo, y mi boca clausurada no intentaba liberarse de sus ataduras.
Cuando, poco a poco y después de mucho, conseguí andar –o desandar, no lo recuerdo– me alejé buscando esconderme, buscando esconder mi vida en la muerte. Anduve con la cabeza baja, con el corazón pausado, arrastrando palabras y sembrando lágrimas. Morí día a día, moría y despertaba para volver a morir.
Mas todo pasa, todo cambia. De lo malo a lo bueno, de lo bueno a lo mejor, y a veces de lo grande a lo pequeño, ¡tantos caminos! Apoyado en pilares de mármol hermoso, en un sol que nunca dejó de iluminar y dar calor, mi tierra reseca volvió a ser tierra fértil. Nació una sonrisa con la primera semilla que dejó de serlo para dar paso a un verde sin igual. El cielo traía aves y estrellas, y de vez en cuando una nube bajaba para llevarme a volar, a conocer otros hermosos lugares. Los ríos corrían lúdicos e infantes, y las mariposas encontraron flores encima del huerto.
Un día llegó la lluvia, con su piel húmeda, a perfumar la tierra. La vi y sentí una gran alegría. Ella me había abrazado cuando lo necesité, ahora quería abrazarla yo. Dirigí mi rostro hacia arriba, un rostro sonriente, y abrí mis brazos para recibirla, para decirle bienvenida. Creo que supo que le agradecía, porque empezó a cubrirme, mojó mi cuerpo y mi alma, bajó a través de mí, y cuando se fue, yo seguía mojado de su amor.
Sergio Pérez Portilla
Fue la lluvia, con su piel húmeda, cortina del color sin color, perfume de la tierra, de las hojas, quien me abrazó cuando te fuiste tú. Yo te veía y te alcancé mil veces con mi respiración, te tomé del brazo y te atraje a mí con mis ojos, te detuve con un beso en mi mente, pero tú nunca esperaste, nunca dejaste de caminar, nunca siquiera volteaste, y mis manos perdieron valor y fuerza. Sentí algo así como un frío por dentro, muy cerca de mi corazón. Y la lluvia siguió.
No había manera de quitarme de ahí, mis pies se negaban a todo, y mi boca clausurada no intentaba liberarse de sus ataduras.
Cuando, poco a poco y después de mucho, conseguí andar –o desandar, no lo recuerdo– me alejé buscando esconderme, buscando esconder mi vida en la muerte. Anduve con la cabeza baja, con el corazón pausado, arrastrando palabras y sembrando lágrimas. Morí día a día, moría y despertaba para volver a morir.
Mas todo pasa, todo cambia. De lo malo a lo bueno, de lo bueno a lo mejor, y a veces de lo grande a lo pequeño, ¡tantos caminos! Apoyado en pilares de mármol hermoso, en un sol que nunca dejó de iluminar y dar calor, mi tierra reseca volvió a ser tierra fértil. Nació una sonrisa con la primera semilla que dejó de serlo para dar paso a un verde sin igual. El cielo traía aves y estrellas, y de vez en cuando una nube bajaba para llevarme a volar, a conocer otros hermosos lugares. Los ríos corrían lúdicos e infantes, y las mariposas encontraron flores encima del huerto.
Un día llegó la lluvia, con su piel húmeda, a perfumar la tierra. La vi y sentí una gran alegría. Ella me había abrazado cuando lo necesité, ahora quería abrazarla yo. Dirigí mi rostro hacia arriba, un rostro sonriente, y abrí mis brazos para recibirla, para decirle bienvenida. Creo que supo que le agradecía, porque empezó a cubrirme, mojó mi cuerpo y mi alma, bajó a través de mí, y cuando se fue, yo seguía mojado de su amor.