viernes, 29 de enero de 2010

Cristina

Cristina
Sergio Pérez Portilla

Hace algún tiempo, cuando estos fragantes naranjos viajaban dentro de una semilla, conocí a una pequeña dama de sonrisa cándida y cabellos largos del color de las sombras. Se llamaba Cristina, y su mirada de ingenuidad podía perderte en segundos. Era hermosa y no rebasaba los 8 años, y yo tenía más de 20 de estar viviendo solo en esta casa que ahora me parece más joven que yo.
Tenía una fama de gruñón bien ganada, y me divertía inventando nuevos gestos para alejar a las personas. La mañana que llegó Cristina a mi puerta, al darme cuenta por la mirilla que se trataba de una niña nueva, usé el mismo ceño fruncido que tantas veces me resultó, y le pregunté con voz ronca y profunda qué se le ofrecía, que estaba muy ocupado. Ella no dijo nada, y salió corriendo. Cerré la puerta y sonreí, mi travesura estaba hecha. Pero más tardé en recorrer el camino de la entrada a mi viejo y gastado sillón, que en escuchar nuevamente leves toquidos. Me levanté más por inercia que por voluntad propia, tanto que ni siquiera la mirilla noté. Abrí y ahí estaba Cristina, viéndome con cierto miedo. Me di cuenta de que llevab
a algo en su mano, y ella percibió mi mirada. Estiró su bracito y me dio lo que cargaba. Era un dulce de miel. Tuve que agacharme, aunque no mucho, para tomarlo, y mientras me lo daba con la derecha, su mano izquierda se señalaba su garganta y luego me señalaba a mí. Entendí sin más, y sin más ella volvió a correr lejos, y la perdí de vista al final de la calle.
Estuve esperando un par de minutos para ver si volvía, pero no lo hizo. Me senté y observé con cuidado el dulce que me había obsequiado, y lo dejé luego sobre la mesa. Me levanté y corrí las cortinas por si otra vez volvía pudiera darme cuenta. Nada. Al otro día, cuando salí a revisar mi buzón, abrí la puerta y en el suelo, con un listón que intentaba ser un moño, había dos dulces más. Antes de tomarlos me pareció escuchar algo y busqué con la mirada, y sólo alcancé a ver las olas oscuras de algo así como un velo que el viento juguetea, pero nada más. Agarré todo, y estuve gran parte del día espiando, mas nada ocurrió. Al otro día me levanté un poco más temprano y mucho más en silencio, esperando el momento en que llegara mi pequeña doctora, pero su visita no llegó. Comprendí entonces por qué había dos dulces el día anterior.

Para el tercer día estaba yo con más ansias de ver a la pequeña de ojos hermosos, tanto que había olvidado ya mis malhumores. Con una oreja pegada a la puerta esperé largo rato, y cuando me pareció escuchar un crujido en las hojas que durante algunas semanas habían inundado mi patio, abrí lo más rápido que pude. Ahí estaba Cristina, con un dulce en su mano y una cara de susto que hasta yo tuve miedo de lo que ella veía. La cogí de su brazo intentando no lastimarla, sólo quería hablar con ella pero si no la detenía saldría corriendo como siempre. Forcejeamos un par de segundos, en los que yo le pregunté cómo se llamaba, pero su angustia le ayudó a encontrar la manera de zafarse de mí. Dejó tirados el dulce y un dibujo, en el que se veía una niña de larga cabellera negra, y un hombre mayor con una sonrisa. El resto del día me pasé lamentando mi actitud, pero con la esperanza de que era sólo un dulce, y debía entonces mi doctora volver al día siguiente. De repente tuve una idea.

Al día siguiente estaba sentado en mi sillón, con un plato de dulces y galletas, y agua de sabor en una jarra, y leche con chocolate en otra. Esperaba que tocara mi amiga, así que cuando en mi puerta se escuchó que llamaban salté con una sonrisa y corrí a abrir. No había nadie. Volteé a un lado y al otro, salí unos metros, pero seguro que a mi edad la velocidad de un pequeño era algo imposible de alcanzar. Regresé y reparé entonces en el suelo de mi puerta. Ya no estaba mi carta donde le decía a la jovencita que me gustaría ser su amigo, invitarla a pasar y tomar un postre, y conocer su nombre. Ni siquiera había dulces. Me quedé pasmado y muy inquieto, y durante todo el día no dejé de pensar en lo ocurrido.
Cerca del anochecer, mientras seguía cavilando, alguien llamó a mi puerta. Pensé en ella, pero a la vez no quise hacerme demasiadas esperanzas. Qué buena decisión, me dije, cuando al abrir me encontré con una pareja joven, de sonrisa amable. Antes de yo preguntarles algo, ella tomó la palabra y, después de verlo a él, empezó a hablarme:
“Buenas noches, señor. Disculpe nuestra intromisión, pero era necesario venir. Hace un par de días nuestra hija salió con unos primos suyos, nosotros estábamos visitándolos, y ellos viven a la vuelta de aquí. Cuando regresaron corriendo y riendo nos dimos cuenta de que habían cometido una travesura, así que les preguntamos por nuestra pequeña. Sólo dijeron, y perdone usted lo que diré, dijeron que la habían llevado con el ogro. En cuanto ella llegó quisimos saber qué había pasado, pero ella fue hacia su maleta y sacó su bolsa de dulces. Tomó uno y salió corriendo, y cuando regresó sonreía como nunca lo había hecho. Nos pareció extraño, pero ella se veía bien, así que no insistimos. Al otro día íbamos a salir, pues era sábado y queríamos dar un paseo que nos tomaría el fin de semana entero, así que ella salió muy temprano, antes de que nos fuéramos, y llevaba dos dulces. Volvió muy rápido, pero seguía muy contenta. Nos dimos cuenta de que era quien más quería volver del paseo, pero el domingo por la noche el viaje la cansó y llegó dormida.
El lunes, antes de que la mayoría de nosotros nos levantáramos, ella salió como las veces anteriores, llevando además de dulces un dibujo en el que trabajó en el campo la tarde anterior, pero en esta ocasión llegó muy agitada y acariciaba su brazo, y subió a su cuarto y no salió.
Hoy por la mañana salió de nueva cuenta, pero regresó emocionada, trayendo consigo una carta e incluso los dulces que había llevado consigo, y de inmediato se puso a escribir y a dibujar. Al preguntarle qué hacía, simplemente nos veía y sonreía, y seguía dibujando. Para entonces ya estábamos despidiéndonos de nuestra familia, pues debíamos volver a nuestra casa. Al ver que nos íbamos intentó convencernos de que nos quedáramos, pero no lo consiguió y nos fuimos. Durante todo el camino de regreso no paró de llorar, y pensábamos que era un capricho, pero nos dimos cuenta de que necesitaba algo. Así que decidimos regresar. Ella nos trajo hasta aquí, pero no ha querido bajar del auto, sólo nos señalaba su puerta.”
Cuando terminó de hablar, mi corazón, que ya llevaba más latidos en estos minutos que en meses completos, saltó todavía más. Volteé cuando ellos se hicieron a un lado, y ahí, en el automóvil que aún tenía las bolsas de viaje, en el asiento trasero, estaba ella. Caminé, pero justo entonces, la que ahora sabía era madre de mi amiga, me dijo:
“Sólo queremos que sepa, bueno, es que ella no habla. No le contestará con palabras de su boca, pero lo hará de alguna manera”
La vi un momento, pero seguí mi camino. Cuando llegué, ella me vio, y me dio una hoja y su bolsa de dulces. Yo sólo atiné a besar su frente, y decirle gracias muchas veces, y ella sonreía para mí, y pude darme cuenta de que sus ojos eran profundos y sinceros, y me perdí un momento en ellos. Sus padres llegaron y me dijeron que debían irse. Lo comprendí, pues además de todo era yo un extraño al que su hija había tomado cierto afecto. Me despedí de ellos también y también les agradecí. Cuando se marcharon, noté en mi mano los dulces y la hoja que había recibido. En ella había un dibujo y unas palabras. Era la misma niña de pelo de cascada, y era el mismo anciano con una sonrisa, y bajo ellos decía “Abuelo y Cristina”.
La guardé, y todavía la conservo, y algunos días, cuando el viejo gruñón quiere salir de nuevo, le digo:
“Disculpe usted, pero no hay espacio para los dos, aquí sólo puede estar el abuelo de Cristina, y él es un hombre al que, si algún día vuelve su Cristina a verlo, debe encontrarlo con una sonrisa, pues ella supo regalársela cuando parecía que nunca, nunca más se podría.”


jueves, 28 de enero de 2010

Caminatas


Caminatas
Sergio Pérez Portilla

Con el paso del viento las hojas se levantan por segundos, y envuelven tu andar de lento paso y firme constancia. Tu vestido juega alegre entre tus piernas y amenaza con transformarse en alas que te lleven al cielo, entre todo tipo de nubes, y perderte en la distancia, y dejarme aquí viendo cómo te diluyes en el azul infinito.
Por eso tomo tu mano con la mía y te atraigo hacia mí, te enredo en mis brazos y veo a donde tú ves, y tú, sin voltear a verme me sonríes y sabes que estoy cerrando mis ojos y acercando mi boca a tu cuello, y te inclinas al lado contrario para que pueda encontrar el camino sin perderme. Sujeto a tu pelo de olas sin espuma, de olor a frutas, un listón verde resguarda la libertad para una mejor ocasión.
Ya no caminas ni lo hago yo, esperamos con los ojos cerrados pensando en que no faltan palabras ni sobran recuerdos, en que por extrañas coincidencias o por pensadas circunstancias estamos juntos, en que la noche no es tan oscura para no vernos, ni el día tan pleno como para no poder arriesgarnos a seguir andando después de estos momentos en que, abrazados, cerramos los ojos y dejamos de caminar.

sábado, 16 de enero de 2010

Fuimos

Fuimos
Sergio Pérez Portilla

El eco de un te amo y la huella de un beso jamás serán capaces de llenar la oquedad que ha dejado tu partida. Te tengo aquí, atrapada en mi silencio y deseada en mi garganta. Te puedo ver andando frente a mí, puedo oler tu esencia de jazmines, puedo casi tocarte, pero al inclinarme te escabulles entre brumas, y dejas sólo aire viciado en tu lugar.
Te tengo aquí, acorralada en estas letras, intentando convencerte de que es inútil que te vayas, pretendiendo disuadirte de que es mejor quedarse que partir, y todo porque te entiendo aquí, sólo aquí.
Cuento historias y canto anhelos, y tú no estás para escucharme, para obsequiarme tu mirada cuando lo hago, para callarme con tus manos en mi espalda, para limpiar mis heridas con tu voz.
Tu último te amo, tu último beso, ambos son reflejo de tu único adiós.

viernes, 8 de enero de 2010

El primero


De todo
Sergio Pérez Portilla

Más allá de los recuerdos, de los primeros pasos, de la primera sonrisa y del primer beso. Un poco hacia el horizonte de los sueños, de los sueños de verdad, los que han nacido por primera y única vez, los que pugnan por nunca pasar y los que pasan por nunca cumplirse. Hacia atrás, todavía más atrás del despertar de las estrellas, luceros que pueblan el oscuro mar etéreo. Allí donde el silencio escuchó, donde la nada dejó de serlo, donde se dio el primer segundo; allí, donde el allí comenzó. Antes de cualquier antes.
Allende todo estás tú con tu existencia, con tu vida que se nos comunica y con tu luz que nos restaura. Allende todo estás tú, con tu existencia.